El Pupi
Bueno Pupi, ahora te toca portarte bien, acordate de todo lo que te dije y haceme caso, no me hagas renegar. Pupi, ¿me estás escuchando?, ¿entendiste todo lo que te dije o tengo que volver a repetírtelo?
¡Miralo al Pupi!, es todo un hombrecito, pero…qué duro que está, ¡si parece un poste de luz y todo el pobre! Gladis, ¿no se te habrá ido la mano con el apresto?, ¡tiene el cuello duro! Me parece que le tiemblan las piernas, sí, le están temblando, ¡Gladis hacé algo que el Pupi está en un grito! Y yo efectivamente estoy gritando como un descosido del dolor de tripas que me revuelve a más no poder la panza. ¡Y cómo cuesta mantener firme la bandera!, pesa no sé cuántos kilos y en realidad no entiendo por qué es tan pesada; si tuviera que sostenerla el profe de gimnasia todavía, pero resulta que casi siempre son las chicas las abanderadas, yo no sé cómo hacen para sostenerla tan firme, para mantener la mirada erguida, llena de orgullo, ni idea de cómo hacen. Para colmo de males, cuando circuló la noticia, me tuve que comer las gastadas de todos los pibes, y claro, es la primera vez en la historia del colegio que hay un abanderado y no una abanderada, como de costumbre. Pero yo no tengo la culpa. Nunca quise ser abanderado. Nunca busqué sacarme todos los dieces y todos los muy satisfactorios que aparecen en mi boletín. Y menos que menos supuse que iba a terminar cargando con la celeste y blanca. Para sentirme menos mal (y menos solo) en ese momento, intentaba imaginarme situaciones ideales, por ejemplo estar en plenos juegos olímpicos y ser el abanderado de todos, como el Manu, ir saludando con la de oro en el pecho, cantar el himno con todos los pibes… Pero la realidad era otra, y ahí me esperaban el patio, las burlas de mis amigos, la cara insoportable de la directora y el nudo en la garganta que de seguro iba a aparecer de un momento a otro. Definitivamente me sentía muy mal. Los últimos días transpiraba con más olor del habitual, la panza me explotaba de gases y las manos no paraban de temblarme nomás de contar los pocos días que quedaban para tener que enfrentar ese paquete de miedos. Al final los días pasaron como si no les preocupara demasiado mandarme así, al muere. Ni contar la locura de mi vieja. Decir insoportable es poco, es casi nada; el barrio entero, todos sus amigos, hasta mi tío de Ushuaia, todos (así con todas las letras) se enteraron de que iba a ser abanderado. ¡Qué vieja buchona!, pensaba, ¿quién la manda a andar exponiendo mi vergüenza?; ¡chusma!, esa es la palabra. Encima me compró ropa nueva, unos pantalones asquerosos tiro alto y una camisa a rayas celeste y blanca (“para hacer juego con la bandera”). Me sentía un nerd, un boludo con pelo engominado y anteojos (que los compró mi vieja aunque no los necesitara, para que parezca todavía más boludo y más nerd). Encima este apodo de marica, mejor que Nancy ni se entere, mejor que me siga llamando Jorge. A ella le gusta mi nombre. También le gusta copiarse de mí en los exámenes, y yo la dejo nomás, a mí qué me importa, si es re inteligente, no necesita sacarse dieces, además es hermosa, qué me importa que no se saque dieces… Y tuve que subir a la tarima como si fuera un héroe, qué bronca, a mis tías les faltaba gritar aguante el Pupi, como para rematar mi descompostura; pero fue todavía peor, porque mientras ellas gritaban ¡Pupi te amamos!, mi vieja no paraba de sacarme fotos, como si no me conociera la cara. Y lo peor de todo fue ver cómo se reía Nancy, cómo le brillaban los aparatos de tanto reírse, y yo estaba casi llorando, sudando, oliendo peor que el Kuki, mi perro. Y como era de esperarse, se me instaló el nudo en la garganta, y yo pensé “ahora andá sacarlo”, tenía que llorar para eso, y yo, ni ganas de que Nancy me viera así. Pero finalmente Nancy no sólo me está viendo llorar, también está viendo cómo me desmayo de a poco al compás de mis estruendosos gases que de un momento a otro dijeron “ahora o nunca” y están saliendo en bandada para hacerme llorar todavía más de la bronca. Ahora estoy jugando un picadito con el Diego, llevo la de oro colgando, me siento un crac; de pronto aparece la vieja con la bandera a cuestas y me dice: “Pupi, ¿qué te dije?, ¿cómo se te ocurre desmayarte justo ahora?, ¿quién te enseñó a ser tan malagradecido?” Y bla bla bla, encima el Diego me mira con reproche y me grita “¡la celeste y blanca no se mancha!”, y de pronto vuelvo al brillo de los aparatos de Nancy. La pobre me mira con dulzura. Ya hice todo lo que tenía que hacer. La vieja y las tías lloran en un rincón, yo, con cara de salame, le digo a la directora que en realidad no tendría que estar ahí, que siempre estuve meta copiarme, pero que me copio tan bien que nunca nadie se da cuenta, que en realidad soy un desastre. La mina sale indignada y empieza a inventarle dieces a su hija para que sea ella la abanderada y de paso siga con la tradición escolar (esa de que siempre son mujeres las que lleven la bandera).
Ya pasaron tres meses y la vieja y las tías siguen llorando. Yo, sigo haciéndome el salame, cazo la bici y pedaleo sin parar hasta lo de Nancy. Cómo me gusta pedalear por el baldío, con esa sensación de tierra y pastos flojos. A Nancy también le gusta pedalear, pero ella no tiene bici, así que la llevo atrás, apretada a mi panza como un pulpo; los dos somos fanáticos de la bici, además, nos encanta andar así, livianitos, sin miedos y sin dieces.
El odio
Hace 3 años
Me gustó mucho el cuento. Que bueno que después de tanto tiempo pudieras subir algo al blog!Está bueno como mostrás la situación siempre desde el punto de vista del chico sin dejar que se cuelen valoraciones del tipo "Tendría que estar orgulloso de llevar la bandera" Manejás bien el personaje hasta el final.
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