El binomio fantástico






La risa y el juego llenan la pelopincho, y ahí nos tiramos todos, palito, bomba o de cabeza. Pero eso sí, hay que dejarse llevar por las deliciosas aguas que nos hacen cosquillas en la panza. Yo no sé nadar, ¿y vos? No importa, en la pelopincho no nos ahogamos y entramos todos.


viernes, 4 de marzo de 2011

Y se va la segunda!!

El Pupi

Bueno Pupi, ahora te toca portarte bien, acordate de todo lo que te dije y haceme caso, no me hagas renegar. Pupi, ¿me estás escuchando?, ¿entendiste todo lo que te dije o tengo que volver a repetírtelo?
¡Miralo al Pupi!, es todo un hombrecito, pero…qué duro que está, ¡si parece un poste de luz y todo el pobre! Gladis, ¿no se te habrá ido la mano con el apresto?, ¡tiene el cuello duro! Me parece que le tiemblan las piernas, sí, le están temblando, ¡Gladis hacé algo que el Pupi está en un grito! Y yo efectivamente estoy gritando como un descosido del dolor de tripas que me revuelve a más no poder la panza. ¡Y cómo cuesta mantener firme la bandera!, pesa no sé cuántos kilos y en realidad no entiendo por qué es tan pesada; si tuviera que sostenerla el profe de gimnasia todavía, pero resulta que casi siempre son las chicas las abanderadas, yo no sé cómo hacen para sostenerla tan firme, para mantener la mirada erguida, llena de orgullo, ni idea de cómo hacen. Para colmo de males, cuando circuló la noticia, me tuve que comer las gastadas de todos los pibes, y claro, es la primera vez en la historia del colegio que hay un abanderado y no una abanderada, como de costumbre. Pero yo no tengo la culpa. Nunca quise ser abanderado. Nunca busqué sacarme todos los dieces y todos los muy satisfactorios que aparecen en mi boletín. Y menos que menos supuse que iba a terminar cargando con la celeste y blanca. Para sentirme menos mal (y menos solo) en ese momento, intentaba imaginarme situaciones ideales, por ejemplo estar en plenos juegos olímpicos y ser el abanderado de todos, como el Manu, ir saludando con la de oro en el pecho, cantar el himno con todos los pibes… Pero la realidad era otra, y ahí me esperaban el patio, las burlas de mis amigos, la cara insoportable de la directora y el nudo en la garganta que de seguro iba a aparecer de un momento a otro. Definitivamente me sentía muy mal. Los últimos días transpiraba con más olor del habitual, la panza me explotaba de gases y las manos no paraban de temblarme nomás de contar los pocos días que quedaban para tener que enfrentar ese paquete de miedos. Al final los días pasaron como si no les preocupara demasiado mandarme así, al muere. Ni contar la locura de mi vieja. Decir insoportable es poco, es casi nada; el barrio entero, todos sus amigos, hasta mi tío de Ushuaia, todos (así con todas las letras) se enteraron de que iba a ser abanderado. ¡Qué vieja buchona!, pensaba, ¿quién la manda a andar exponiendo mi vergüenza?; ¡chusma!, esa es la palabra. Encima me compró ropa nueva, unos pantalones asquerosos tiro alto y una camisa a rayas celeste y blanca (“para hacer juego con la bandera”). Me sentía un nerd, un boludo con pelo engominado y anteojos (que los compró mi vieja aunque no los necesitara, para que parezca todavía más boludo y más nerd). Encima este apodo de marica, mejor que Nancy ni se entere, mejor que me siga llamando Jorge. A ella le gusta mi nombre. También le gusta copiarse de mí en los exámenes, y yo la dejo nomás, a mí qué me importa, si es re inteligente, no necesita sacarse dieces, además es hermosa, qué me importa que no se saque dieces… Y tuve que subir a la tarima como si fuera un héroe, qué bronca, a mis tías les faltaba gritar aguante el Pupi, como para rematar mi descompostura; pero fue todavía peor, porque mientras ellas gritaban ¡Pupi te amamos!, mi vieja no paraba de sacarme fotos, como si no me conociera la cara. Y lo peor de todo fue ver cómo se reía Nancy, cómo le brillaban los aparatos de tanto reírse, y yo estaba casi llorando, sudando, oliendo peor que el Kuki, mi perro. Y como era de esperarse, se me instaló el nudo en la garganta, y yo pensé “ahora andá sacarlo”, tenía que llorar para eso, y yo, ni ganas de que Nancy me viera así. Pero finalmente Nancy no sólo me está viendo llorar, también está viendo cómo me desmayo de a poco al compás de mis estruendosos gases que de un momento a otro dijeron “ahora o nunca” y están saliendo en bandada para hacerme llorar todavía más de la bronca. Ahora estoy jugando un picadito con el Diego, llevo la de oro colgando, me siento un crac; de pronto aparece la vieja con la bandera a cuestas y me dice: “Pupi, ¿qué te dije?, ¿cómo se te ocurre desmayarte justo ahora?, ¿quién te enseñó a ser tan malagradecido?” Y bla bla bla, encima el Diego me mira con reproche y me grita “¡la celeste y blanca no se mancha!”, y de pronto vuelvo al brillo de los aparatos de Nancy. La pobre me mira con dulzura. Ya hice todo lo que tenía que hacer. La vieja y las tías lloran en un rincón, yo, con cara de salame, le digo a la directora que en realidad no tendría que estar ahí, que siempre estuve meta copiarme, pero que me copio tan bien que nunca nadie se da cuenta, que en realidad soy un desastre. La mina sale indignada y empieza a inventarle dieces a su hija para que sea ella la abanderada y de paso siga con la tradición escolar (esa de que siempre son mujeres las que lleven la bandera).
Ya pasaron tres meses y la vieja y las tías siguen llorando. Yo, sigo haciéndome el salame, cazo la bici y pedaleo sin parar hasta lo de Nancy. Cómo me gusta pedalear por el baldío, con esa sensación de tierra y pastos flojos. A Nancy también le gusta pedalear, pero ella no tiene bici, así que la llevo atrás, apretada a mi panza como un pulpo; los dos somos fanáticos de la bici, además, nos encanta andar así, livianitos, sin miedos y sin dieces.

lunes, 2 de agosto de 2010

Lo que soy

Y sólo detrás de la ventana hay sol, hay flores, hay pájaros, hay nubes. Y acá adentro yo, y el atril, y el estudio, y mi mente que gira, como siempre, pensando en ese detrás de la ventana, en la esclavitud del yo+atril+estudio. No soy lo que pretenden que sea, me cago en las ratas de biblioteca que se queman los ojos para nada. Prefiero que me queme los ojos el sol, prefiero siempre, toda la vida, un aula, un taller, la literatura que vuela, y compartirla.

lunes, 19 de julio de 2010

El gordo panceta

Resulta que en un barrio de los tantos que existen en nuestro conurbano bonaerense había un almacén, un almacén chiquito pero rendidor, como decía mi tía, porque tenía todo lo que uno necesitaba, bueno, en realidad todo lo que necesitaba mi tía, que eran en su mayoría fiambres. Mi tía se llamaba Lidia pero todos le decíamos Lili, porque así parecía más joven y simpática. La tía Lili era fanática de los fiambres aunque sufría de presión alta y esas cosas, pero ella se hacía la tonta y siempre tenía escondido algún salamín de campo, que era su preferido. A mí me gustaba ir a su casa porque también me encantaba el salamín y siempre ligaba algún sanguchito, porque la tía siempre me veía flaco y decía que los fiambres son el mejor alimento porque nos dejan los cachetes colorados y llenos de vida. Igual, yo nunca pude tener los cachetes colorados como ella. Así como la tía era fanática del salamín de campo yo me volvía loco con la panceta. Me fascinaba tanto que quería que todas las comidas tuvieran panceta: la carne, el pollo, los fideos, ¡hasta la sopa! Mi mamá estaba enojadísima con mi tía porque decía que ella tenía la culpa de que me gustaran tanto esas porquerías. Y mi tía se defendía diciendo que era yo el fanático de la panceta y no ella. Pero como todo tiene su explicación y a mí el amor por la panceta no me había surgido de la nada, me gustaría contar algunas cosas. Por ejemplo que mi tía me llevaba todos los días a ese almacén del conurbano, y que ahí me hacía elegir un fiambre para preparar el famoso sanguchito de la tarde. Yo al principio pedía queso y paleta pero mi tía se enojaba y me decía que era un aburrido, que tenía que animarme a experimentar nuevos sabores y no sé cuántas otras cosas más. Entonces un día pedí bondiola, al otro cantimpalo, al otro jamón crudo, y así sucesivamente hasta que llegué a la panceta. Y ahí me volví loco. Y loco es poca cosa. Para mí era algo inigualable, un sabor nunca antes experimentado, una sensación en la boca indescriptible. Era, en pocas palabras, la felicidad. Mi tía se fascinó cuando me vio tan entusiasmado con la panceta. Me decía que era una elección muy acertada y que eso hablaba muy bien de mi inteligencia. A mí, al principio me gustaba la panceta en fetas mezcladita con queso de máquina. Después sentí que no me alcanzaba y que el queso estaba de más, entonces empecé a comer sanguchitos sólo de panceta. Pero después me pareció que el pan también estaba de más, entonces empecé a comer la panceta sola, así nomás, con la mano. Y cuando descubrí que la panceta se podía comer de a cachitos, sin necesidad de cortarla en fetas, esa fue la felicidad extrema. Y como dije antes, mi alimentación se basaba cada vez más en el consumo de panceta, y como también dije antes, mi mamá estaba indignadísima con mi tía. Mientras mi tía no paraba de lavarse las manos, mi mamá le gritaba al oído: “¡pero vos estás loca!! ¡mirá lo que lograste con el nene, y no me vengás con versos eh, que ya te conozco! ¿Vos sabés toda la grasa que tiene la panceta eh?, ¿y sabés cuánto salen los 100 gramos, eh? ¡Una fortuna querida, una fortuna!!!” Mi tía lloraba de pura rabia, y cuanto más lloraba más colorados se le ponían los cachetes, y a mí me daba lástima, porque ella era re buena conmigo. Pero además de todos estos problemas, apareció un problema todavía mayor: en seis meses yo había engordado diez kilos. A mí no me ponía muy mal el asunto, pero el tema fue que en la escuela me empezaron a cargar y a decirme “che gordo” esto, y “che gordo” lo otro, y a mí, la verdad, no me gustaba. Pero lo peor de lo peor que me pasó en la vida fue cuando mis compañeros me descubrieron un cacho de panceta en el bolsillo. Yo siempre me llevaba un pedacito para la media mañana, porque siempre me daba hambre, pero lo disimulaba bien. El tema fue que uno de los chicos me hizo la tranca y terminé en el suelo, y entonces el cacho de panceta salió volando del bolsillo de mi guardapolvo. Todos se empezaron a reír y de ahí en más comenzaron a decirme “el gordo panceta”. Cuando llegué a mi casa me puse a llorar y mi mamá se puso a llorar conmigo. Los dos lloramos por culpa de la panceta. Al otro día mi mamá fue a la escuela para hablar con la maestra y con la directora, para que los chicos no me dijeran más gordo. Pero ellas no le dieron mucha importancia diciendo que era “cosa de chicos”, entonces mi mamá no dijo nada más. Decidió prohibirme la panceta y de ahí en más mi vida se volvió muy muy triste, porque los chicos me seguían diciendo “gordo panceta” pero yo ya no podía probar ni un bocadito. Mi mamá me daba todo el día queso y se creía que con eso podía reemplazarla, pero para mí no era lo mismo. Solamente mi tía, que ahora me veía de vez en cuando, me llevaba al almacencito de barrio y me decía ¿querés panceta? Y yo no me podía negar.
El almacenero tenía un hijo tan gordo como yo, y de tanto ir con mi tía, y de vernos en la escuela, (porque los dos íbamos a la misma escuela), nos hicimos amigos. Yo empecé a ir todos los días a su casa a jugar, porque él tenía una pelota nueva y además vivía cerca de una canchita donde armábamos partidito. Y todas las tardes, antes de la merienda, nos juntábamos todos los chicos del barrio, y lo esperábamos a mi amigo, que era el dueño de la pelota. Cuando llovía no jugábamos, porque la cancha se embarraba toda y terminábamos hechos un asco. Por eso a mí me gustaba que siempre pero siempre hubiera mucho sol, así podíamos jugar. Mi mamá estaba chocha con la idea, porque decía que el ejercicio hacía muy bien a la salud y que me iba a ayudar a eliminar “todos los tóxicos que contenía la panceta y sus derivados”. Creo que mi mamá tenía razón, pero lo que ella no sabía es que yo jugaba poco y nada. A mí siempre me mandaban de arquero, y a mi amigo también, pero él estaba en el otro equipo. Yo era un queso atajando, y cuando se me escapaba la pelota todos me gritaban: “che, gordo, largá la panceta” Y me ponía muy mal. Como a mi amigo le gritaban lo mismo, y como los dos algún día queríamos ser grandes delanteros y meter muchos goles, decidimos hacer una apuesta: el que se aguantaba un mes sin comer fiambre le iba a hacer los deberes de matemática al otro. Y así, ilusionados como estábamos en zafar de los números, empezamos a cumplir a rajatabla con la dieta. Mi tía no lo podía creer, es más, lloraba como una loca porque me decía que la estaba traicionando y no sé cuántas cosas más. Al almacenero, en cambio, le encantó nuestra apuesta, sobre todo porque la habíamos hecho entre los dos, y decía que éramos muy buenos amigos, y que eso era lo más importante. Todo iba viento en popa; el tema fue que como los dos dejamos de comer fiambre, los dos nos teníamos que hacer los deberes mutuamente, y fue así que nos dimos cuenta que haciendo la tarea juntos entendíamos mucho más las cuentas y además nos divertíamos. La verdad es que después de algunos meses no adelgazamos demasiado, y tampoco dejamos de comer mucho fiambre, pero nos hicimos tan amigos que a los demás les daba un poco de rabia vernos tan bien juntos. Y yo creo que por eso, de pura envidia de vernos tan juntos y tan amigos nos gritaban: “¡che, gordos, larguen la panceta!”. Pero a mí ya no me daba tanta bronca.

jueves, 20 de mayo de 2010

Para mis chicos del taller, que siempre me llenan de alegría.


Guardapolvito,
guardapolvito,
pajaritos blancos
en el cielo,
y los pibes que inundan
con sus risas las mañanas.
Un sol radiante que brilla y brilla,
¿viste qué lindo?
y un pizarrón viejo que se ve desde
la ventana.
"Martín pescador, ¿se podrá pasar?;
pasará, pasará, pero el último quedará".
Quedarán sus risas, sí,
prendidas en mi solapa;
y un millón de besos
que guardé en el bolsillo.
Y un hasta pronto, un te quiero,
unos cuentos viejos
y algún que otro olvido.
¿Te quedás acá, cerquita mío?
dale, te leo de corrido
como dulce de leche
mientras me llenás de cosquillas
el ombligo.
¿Sabés que el guardapolvo
a tablitas me hace sentir tan, pero tan linda?
mirá, mirá cómo escribo, con letra redondita,
¿te gusta?
Me encanta.
Y también me encanta tu guardapolvito.
No llores, mi amor,
no lo tiré;
nomás lo dejé volando por el cielo,
volando como un pajarito.

viernes, 9 de abril de 2010

¿A dónde van los sueños que sueño cuando me duermo?
¿A dónde van?, ¿a dónde?


-Vos andate nomás a hacer tus cosas y dejame a mí con mis florcitas.
-¿Pero te parece?, mirá que el frío está bravo, yo te diría que entres rapidito.
-No, andate, te digo que me dejes acá con mis florcitas.

Y vuelan y vuelan
Pañuelitos de colores,
Y tiñen el blanco
De los guardapolvos,
Y tiñen el blanco
Con diez mil colores.

La ra la ra la, quisiera ser mariposa para decirte al oído que me endulzo con tus ojos y…

Los chicos pasan caminando despacito, con el pesar del frío y del sueño. Están arropados como muñequitos de peluche. Sólo por debajo, muy por debajo de tanta lana se les asoma un bordecito del delantal blanco. Yo sueño con sus sueños, con sus delantales como banderas.

El sueño que ayer soñaste
no era tuyo, era de todos.

Eso me dijo la tía el otro día, que comer pescado a la noche trae pesadillas. Y creo que esa vieja bruja tiene razón, porque me desperté casi con taquicardia y con una bola de lágrimas que me atravesaba la garganta. Andá a saber qué soñé, no me acuerdo, no tengo ni idea, ¿pero cómo puede ser que me de tanto miedo algo que ni recuerdo?

-Cuando sea grande quiero ser princesa
-¿Princesa?, ¡pero las princesas no existen!, están dormidas en los cuentos
-¿Y no las podemos despertar?
-No, trae mala suerte; como matar a un grillo


Y hay sueños que son tan grandes que es mejor caminarlos de a poquito…

-¿Cuánto falta para llegar?
-Dale, dale que falta poco.
-Pero me duelen las piernas.
- Bueno, pensá en otra cosa.
-No puedo, solamente pienso en que me duelen las piernas.
-¿Por qué no mirás el río así te olvidás?
-Porque miro el río y me dan ganas de parar a descansar, de sacarme las medias y mojarme los pies.
-Si seguimos parando se va a hacer de noche.
-Está bien, ¿pero es lindo arriba?
-Muy lindo.
-Entonces volvamos.
-¿Por qué?
-Porque ya lo estoy soñando a ese lugar, es realmente hermoso, pero si lo veo va a ser distinto.
-Va a ser más hermoso todavía, vas a ver que sí.
-¿Y qué hago con mi sueño?, se va a poner celoso
-Mandalo a la mierda. Llegar arriba vale más que mil sueños.
-Está bien, te creo, pero ahora dejame bajar al río… pero decime una cosa, ¿por qué las piedritas no te lastiman los pies?

miércoles, 7 de abril de 2010

¿Viejos son los trapos?



Una vez, cuando era chiquitito, me crucé con una pelota de trapo que andaba saltando, aburridísima, entre las baldosas.
-¡Hola pibe!, ¿cómo te llamás?- me dijo.
-Yo Pancho, ¿y vos?
-Yo soy la Cloti, la pelota más copada del barrio.Y yo me empecé a reír, del nombre y de que fuera de trapo, porque ¿mirá si una pelota va a ser copada si es de trapo? Cuando le dije esto se puso re chinchuda y me empezó a enumerar, punto por punto, cuáles eran los derechos de las pelotas de trapo. En eso, empezaron a juntarse en la esquina todos los chicos que salían de la escuela, porque ellos iban a la tarde y yo a la mañana, y siempre nos peleábamos por eso, porque yo hinchaba por el turno mañana y decía que éramos los más piolas, y ellos, claro, hinchaban por el turno tarde. Y aunque yo parecía re fana de ir a la mañana, en realidad les tenía mucha envidia, porque pensaba que seguro estaba re bueno dormir hasta tarde y encima salir justo a la hora de la merienda. Yo no había elegido ir a la mañana, iba obligado, casi llorando, con cara de enojado, porque a esa hora todo me daba bronca, hasta comer las galletitas con forma de animalitos que tanto me gustaban. Pero esto solamente lo sabía mi mamá, porque las mamás son las únicas que siempre se dan cuenta de lo que les pasa a sus hijos cuando son chiquitos. La cuestión es que estaba todo mal con los chicos de la tarde, por eso cuando se acercaron a ver a la Cloti nos gruñimos como perros, porque el descubrimiento era mío y no quería que la miraran. Pero ellos, malos como eran, no me hacían caso, y mientras tanto la pelota saltaba como una loca y gritaba: “¡Punto número uno: las pelotas de trapo tenemos derecho a ser pateadas, pisoteadas y escupidas, como cualquier pelota de fútbol! ¡Punto número dos: las pelotas de trapo tenemos derecho a ser rellenadas y cosidas después de cada partidito! ¡Punto número tres: las pelotas de trapo tenemos derecho a formar parte del equipo y, por lo tanto, a ser abrazadas para la foto!” Y cuando iba a gritar el número cuatro ya nadie la escuchaba porque habían llegado mis amigos del turno mañana, y estábamos meta patada y escupida con los del turno tarde. Solamente cuando escuché la voz de mi mamá, y me acordé del pan blandito con muuucho dulce de leche, me olvidé de la pelea y salí corriendo a mi casa, todo sucio. Los chicos hicieron lo mismo que yo, y la pobre Cloti quedó saltando sola, de vuelta, entre las baldosas. Por suerte llegó Pucky, mi perro, que es más inquieto y más malcriado que mi hermanita, y se prendió a un picadito con ella; entonces la Cloti se puso feliz de la vida de haber encontrado a un amigo tan gordito y saltarín, que la pateara, la pisara y la babeara, como se merece toda pelota hecha y derecha.

martes, 6 de abril de 2010

Rompe - paga

“No nene, no entendés nada, no se me rompió de casualidad, lo rompí porque se me dio la gana y punto, ¿me vas a decir que vos nunca rompiste nada?, andá, ¡no te creo ni medio!” Y ahí nomás el Chucky se puso a revolear lápices, y gomas, y reglas, y la señorita andaba como loca persiguiendo a ese chico que, según ella, “era un demonio”. Por eso le decían “el Chucky”, porque según todo el colegio el susodicho tenía un alto poder “destructivo”. “Ah, no, es increíble”, repetía la señorita Teresita. “Este chico es peor que la peste, nunca se queda quieto, todo lo destruye, hasta un osito que le regalé el otro día. Por suerte me había salido barato, y después de lo que hizo ni pienso regalarle nada más, ¡si todo lo rompe! Este chico no valora nada, es una barbaridad.” En la escuela todos pensaban igual, pero en realidad el noventa por ciento de estas personas ni lo conocían al Chucky, sólo se guiaban por las palabras de la directora y de la señorita Teresita. Así que el Chucky andaba más solo que atún en lata. Ni un amigo tenía, porque todos los chicos en su escuela y en su barrio, tenían claras advertencias de sus padres de no acercarse a ese pequeño demonio. Pero el Chucky no era ni un poquito así de malo, eso lo inventaban los demás. Al Chucky le gustaba romper pero no por odio ni por bronca, nada de eso. Él rompía como todos los chicos rompen cosas a su edad, nada del otro mundo. A sus papás no les molestaba la “supuesta maldad” del Chucky; “son cosas de la edad”, repetían todo el tiempo. Pero había algo que sus papás le habían prohibido terminantemente romper: a su hermanito. Y el Chucky, aunque le tenía muchos celos, también lo quería y sabía cuidarlo y mimarlo como se mima a todos los hermanitos. Pero el tema era la escuela, y la directora, y la señorita Teresita. Tanta bronca y tanto miedo le tenían al pobre Chucky, que no querían que fuera a ninguna excursión, por temor a todo lo que podía llegar a romper. “Pero todavía no rompió nada y usted ya me lo está acusando, me lo acusa gratuitamente señora directora”, le decía indignada la mamá. Era una cosa de no creer. Pero entre tanto tira y afloje, finalmente la mamá del Chucky logró que su nene pudiera ir a “mundo marino”, como el resto de los chicos. Ni les cuento la cara de espanto de la señorita Teresita cuando la directora le comunicó esta noticia: “¡Y ahorá qué vamos a hacer, qué vamos a hacer!” repetía la señorita a los gritos. “Yo, con mis nervios, no voy a poder hacer este viaje, qué barbaridad, ¡que autoricen a que viaje esta criatura nada más y nada menos que a mundo marino! ¿Cómo vamos a hacer, a ver, cómo? ¿Ustedes saben que ahí las orcas y los tiburones asesinos andan sueltos?, ¡el Chucky es capaz de tirarnos a la pileta para que nos coman, ay, dios mío!” Y así la señorita Teresita seguía y seguía quejándose, indignadísima por este asunto. Pero el Chucky, que a esta altura ya sabía que iba a conocer el mar, andaba revoleando vasos de plástico en la cocina de su casa de puro contento.
Los chicos salieron de la puerta de la escuela a las ocho de la mañana. La idea era llegar al mediodía y almorzar en la playa, aprovechando el buen tiempo. Para esto, todos llevaron sus viandas en la mochila: sanguchitos, empanadas, tartas y milanesas eran las comidas que más abundaban entre los tapercitos de colores. La señorita Teresita y la directora tenían caras de descompuestas; estaban pálidas como un papel y, por cierto, no olían muy bien. Los chicos no paraban de gritar y de saltar de pura euforia, y sus papás, aunque un poco preocupados porque con ellos viajaba el Chucky, estaban felices. El viaje fue, dentro de todo, tranquilo. La señorita y la directora viajaban una a cada lado del Chucky, haciendo una especie de sanguche humano con el pobre nene. Y el susodicho, inmovilizado como estaba, se dedicó a roncar y a babearles las hombreras. Y ellas estaban, puf, chochas de alegría. Hasta que llegaron a San Clemente. ¡Cuántas sonrisas asomaron en las caritas de los chicos cuando vieron el mar!, fue algo incontrolable; decir que pisaron la arena y que salieron todos corriendo fue poca cosa, ¡muchos hasta empezaron a desvestirse porque querían nadar!, ¡con el frío que hacía! La señorita y la directora estaban como locas, corriendo a grito pelado como si las estuviese persiguiendo un asesino serial, ¡CHIIIICOOOOOS!!! Y los chicos ni bolilla. Finalmente, y después de una ardua hora de trabajo por parte de las señoritas, todos los alumnos se sentaron a comer. Y acá es cuando aparece Chucky. Su mamá le había preparado un sanguchito de milanesa con lechuga y tomate, y mientras comía vio que se acercaban a la orilla como no sé cuántas gaviotas, y no tuve mejor idea que empezar a revolearles pedacitos de pan, a ver si comían. Para esto, la señorita Teresita ya lo estaba mirando con odio. Como las gaviotas no querían comer, y se sintieron en peligro, empezaron a sobrevolar el “campamento”, picándoles las cabezas a los chicos. Como el Chucky era muy buen compañero, juntó unas cuantas piedritas, almejitas y caracolitos y se los revoleó a las gaviotas con tanta puntería que a más de una dejó tuerta, y a otras tantas, rengas. Todos lo aplaudieron como si fuera un héroe, menos la señorita y la directora, porque sabían que él había empezado toda esta historia. Pero esto no fue nada, una entrada nomás a lo que vendría después. A la noche, tempranito, después de comer, todos los chicos insistieron para que los llevaran al trencito de la alegría. La idea era muy linda para ellos, pero no para la señorita Teresita que en lo bajito empezó a maldecirlos. “Porfis, porfis”, gritaban los chicos insistentes. Así que tuvieron que acceder. Nomás pisaron la calle y vieron pasar al trencito, todos salieron corriendo enloquecidos detrás del hombre araña. El superhéroe estaba muy ocupado sacándose fotos, y cuando vio que se le venían encima treinta enanitos gritando y corriendo con desesperación, tuvo ganas de salir corriendo. Pero como no era un superhéroe, y si hacía eso se iba a quedar sin trabajo, tuvo que soportarlos con una sonrisa de oreja a oreja. El hombre araña era una verdadera estrella, ¡si hasta la directora y la señorita Teresita hicieron la cola para poder sacarse una foto con él! Después, todos se subieron al trencito, el hombre araña también, y la verdad es que al Chucky no le gustaba ni medio este tipo vestido de araña, así que no tuvo mejor idea que robarle a una nena de vestido rosado su bolsa de pochoclos, y empezar a revoleárselos al superhéroe. Las consecuencias fueron inmediatas: todos los chicos se atrincheraron y pum-pam-pim, no pararon de dispararle pochoclos al pobre hombre araña, que a esta altura ya estaba dejando su trabajo. La señorita Teresita y la directora se enfurecieron especialmente con el Chucky, porque nuevamente había sido él quien había empezado con todo esta historia de los pochoclos. Por suerte, al día siguiente volvían a Buenos Aires; pero antes debían pasar por mundo marino. El paso por el acuario fue breve. Los chicos estaban fascinados con los animalitos, pero la directora y la señorita los hacían caminar rapidito y no los dejaban mirar nada. Lo que pasaba es que ellas tenían miedo de que el Chucky otra vez se mandara una macana, así que lo tenían vigiladísimo. Todo salió muy bien, los chicos estaban muy tranquilos, pero bueno, el tema fue pasar al lado de la orca. Todos le tenían miedo, menos el Chucky, que nadie sabe cómo, se apareció con una de esas pelotas con las que juegan los delfines y se la revoleó en la cabeza a la orca, que quedó tonta frente a ese ataque inesperado. Tuvieron que atenderla de urgencia y hacerle una tomografía computada. Por suerte estaba bien, solamente un poco shockeada por el golpe. Cuando los entrenadores de mundo marino le preguntaron a Chucky por qué había hecho eso con la pobre orca, él les respondió: ¡no me van a decir que ustedes nunca tuvieron ganas de revolearle una pelota a la orca para ver cómo salía rebotando!!! Y los entrenadores tuvieron que reconocer que el Chucky tenía razón, y que eso era cien veces más divertido que ver a la orca jugar con la pelota como si fuese un perrito faldero.